Por Julián Gallo Cubillos, senador de la República
En el último año, se han presentado diferentes iniciativas legislativas orientadas a aliviar las deudas que miles de estudiantes tienen con el Icetex. Estas propuestas, además de ofrecer soluciones concretas a una problemática financiera que afecta a la clase media y sectores populares, han permitido reabrir una discusión de fondo que es fundamental para el país: la educación como derecho fundamental y el papel del Estado en su garantía real y efectiva.
La existencia de mecanismos como el Icetex ha hecho posible que muchos jóvenes puedan ingresar a la educación superior. Sin embargo, también representa una contradicción profunda de nuestro sistema: para ejercer el derecho a la educación, en muchos casos, la única solución es endeudarse. Y eso genera una obligación que se prolonga en el tiempo incluso por décadas, son millones los estudiantes que pasan gran parte de su vida pagando la financiación de su carrera, lo que afecta la calidad de vida de miles de familias colombianas.
Acompaño con firmeza cualquier medida que busque aliviar esa carga financiera, que reconozca que no es justo ni coherente que la educación implique un sacrificio desproporcionado. Toda iniciativa orientada a reducir la deuda, flexibilizar condiciones o eliminar intereses abusivos, será siempre bienvenida. En esa misma línea, el Gobierno Nacional ha adoptado una serie de medidas que merecen ser valoradas, como la condonación de intereses vencidos, la reestructuración de créditos y la ampliación de algunos alivios temporales.
Pero también es necesario ir más allá, reflexionar sobre ¿Qué tipo de educación queremos como país? ¿Qué está obligado a garantizar el Estado cuando hablamos de derechos fundamentales?
Ningún colombiano o colombiana debería pasar buena parte de su vida pagando una deuda por el simple hecho de haber querido estudiar. Esto nos obliga a revisar no solo los instrumentos de financiación, sino también el modelo educativo que hemos venido reproduciendo.
Durante años, Colombia ha priorizado un enfoque centrado en financiar la demanda, entregando recursos directamente al estudiante para que “escoja” dónde matricularse, muchas veces en instituciones privadas. Mientras tanto, las universidades públicas sobreviven con presupuestos limitados e infraestructura precaria. De ahí que la discusión planteada históricamente por el movimiento estudiantil cobre hoy vigencia: fortalecer la educación pública exige financiar la oferta, invertir en la universidad pública, aumentar su capacidad y garantizar gratuidad. No es solo una decisión técnica o presupuestal, es un acto de justicia social.
En esa dirección, el Congreso ha dado un paso relevante. La Plenaria del Senado aprobó en segundo debate la iniciativa del Gobierno que modifica los artículos 86 y 87 de la Ley 30 de 1992, con el propósito de transformar el modelo de financiación de la educación superior pública. La reforma establece que los recursos ya no se ajusten únicamente al IPC, sino con base en el nuevo Índice de Costos de la Educación Superior (ICES), que refleja los gastos reales del sector. Además, define una ruta para que en un plazo de quince años la inversión alcance al menos el 1 % del PIB, incorpora a las instituciones técnicas y tecnológicas oficiales en esquemas estables de financiación y crea mecanismos de control social para garantizar transparencia.
La educación no puede ser una carga heredada ni una fuente permanente de ansiedad para las familias colombianas. Debe ser, en cambio, la plena garantía de un derecho, un camino hacia la movilidad social, el pensamiento crítico y la construcción de una sociedad más justa.

